La reciente propuesta de financiación específica para Catalunya ha abierto una puerta a Isabel Díaz Ayuso, quien, además de advertir sobre la posible crisis que esto podría provocar en España, ha tomado la oportunidad de destacar las grandes ventajas de su sistema fiscal.
Según su perspectiva, este modelo no solo es el más equitativo para el resto de las autonomías, sino que también eleva a Madrid a la categoría de ciudad global de primer nivel. Su deseo de bajar impuestos y atraer inversión, sin importar su origen, se apoya en una visión muy particular de la libertad.
Este enfoque alcanzó un hito significativo cuando la Comunidad de Madrid otorgó la Medalla Internacional al presidente argentino Javier Milei, un defensor del ultraliberalismo. Este reconocimiento no solo parecía un ataque más a Pedro Sánchez, al apoyar a Milei en su conflicto con el Gobierno español, sino que también reflejaba una coincidencia en una forma específica de concebir la economía y la convivencia social. Aunque podría interpretarse como un fenómeno meramente político contemporáneo, el asunto es más inquietante: Ayuso simboliza y promueve el avance hacia un nuevo acuerdo social. Este término comenzó a ganar relevancia tras la crisis de 2008 y cobró aún más fuerza después de la pandemia, cuando muchos argumentábamos la necesidad de reconstruir ese pacto que había soportado años de equidad y crecimiento, y que con el tiempo se había debilitado. El objetivo era, a la luz de las circunstancias actuales, restablecer un contrato implícito que uniera a los ciudadanos en la sociedad que Charles Chaplin tan elocuentemente describió en su discurso final de El Gran Dictador, llamando a “un mundo digno y noble que ofrezca trabajo a los hombres, un futuro a la juventud y seguridad a los ancianos”. Se esperaba que este cambio se materializara tras el desastre de la crisis y la pandemia.
No solo ha ocurrido lo contrario, sino que se está fortaleciendo la noción, promovida por algunos sectores económicos privilegiados, de que el capitalismo lleva a que una parte considerable de la población caiga en una marginalidad perpetua. Además, aunque de manera sutil, se empieza a insinuar que, junto con lo inevitable, esta división social es justa, argumentando que quienes se encuentran en la pobreza lo están porque no se esfuerzan lo suficiente; un claro reflejo de la falta de comprensión sobre las realidades de los más vulnerables. Se puede tener una economía floreciente y, al mismo tiempo, ver cómo la sociedad se fragmenta y los servicios públicos degradan, especialmente si existe una aceptación moral de que esta marginalidad es correcta e ineludible. Sin embargo, la historia demuestra que tal división es tanto evitable como injusta. También evidencia lo que ocurre cuando prevalecen perspectivas como las de Ayuso y Milei. En definitiva, se esperaba un nuevo contrato social, y tal vez sea visible, pero en una dirección completamente opuesta.
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