En el ámbito académico, ser un excelente docente puede acarrear desventajas para la carrera de algunos profesores, quienes se encuentran con la dificultad de que sus alumnos no asimilan el contenido impartido.
Los sistemas de acreditación en las universidades han generado una problemática en la que dedicar más esfuerzo a la preparación de lecciones podría impactar negativamente en el desarrollo profesional del docente.
Anne-Marie Reynaers, a sus 39 años, ya ha alcanzado la categoría de profesora titular, un logro conseguido a los 35, mucho antes que sus colegas. «Mi objetivo era alcanzar la titularidad para poder tener tranquilidad y evitar las promociones internas», relata.
Durante una década, se dedicó intensamente a su trabajo; en sus propias palabras, «he tenido una notable productividad en investigación». En la actualidad, Reynaers es profesora titular en el campo de Ciencia Política y Relaciones Internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid.
La investigación es el factor crucial para obtener esta categoría, lo que puede llevar a descuidar la enseñanza, convirtiéndola en un obstáculo. «En las etapas de ayudante doctor o contratado doctor, ser docente puede ser perjudicial», destaca. A pesar de ello, Reynaers se esforzó por ser una buena profesora, logrando igual la acreditación de nivel A en Docentia, sistema de evaluación de la calidad docente. «Buscar excelencia en todas las áreas puede afectar tu salud», señala. «No he dejado de ser buena profesora, pero eso ha implicado trabajar 60 horas en vez de 40».
La problemática del actual sistema de acreditación universitaria radica en que, al invertir más tiempo en preparar las clases, se tiene menos espacio para la investigación, lo que podría limitar las oportunidades de acreditación. Reynaers es consciente de que tratar de sobresalir en todos los aspectos puede resultar contraproducente, por lo que muchos que desean avanzar en la carrera académica deciden enfocarse en la investigación.
A lo largo de las últimas tres décadas, ha sido común escuchar en los entornos universitarios una afirmación que Emilio Delgado López-Cózar, profesor en la Universidad de Granada, ha repetido en más de una ocasión: «Nos remuneran por enseñar, pero se valoran nuestras investigaciones». Este académico, quien ha estado analizando los riesgos del lema «publica o muere», señala que el sistema de evaluación vigente ha influido en las preferencias de los docentes. En el conjunto de sus funciones de enseñanza, administración e investigación, la inclinación suele ser hacia esta última.
«Muchos investigadores dejan de lado tareas consideradas no productivas, como la enseñanza».
Esto puede generar confusión en los alumnos, quienes a menudo se dan cuenta de que su profesor no posee motivaciones suficientes para ofrecer una clase excepcional. “Los estudiantes suelen reaccionar con sorpresa”, comenta Reynaers. “No comprenden que, para progresar profesionalmente, lo que realmente cuenta son otros factores, o quizás lo entienden pero no lo aceptan”. Cecilia Güemes, doctora contratada en la Universidad Autónoma de Madrid, añade que los estudiantes carecen de información sobre las investigaciones de sus docentes y sobre los criterios evaluativos aplicados. Su expectativa se centra en recibir clases de calidad y un “trato individualizado”, incluso al seleccionar a un tutor, lo que muchas veces se traduce en que busquen a alguien que sea reconocible en los medios. “Si asumes una carga docente elevada, corres el riesgo de dejar de investigar”, comenta.
Cuando hay reglas, también surgen las trampas.
Hace un par de años, Delgado y sus compañeros distribuyeron una carta en la que proponían una transformación significativa en la forma de evaluar la investigación en España, poniendo especial énfasis en los riesgos que conlleva la desvalorización de la labor docente.
Hay evidencias notables que indican que los docentes suelen descuidar sus funciones, debido a un sistema de selección y promoción que prioriza únicamente las publicaciones científicas de alto impacto. Este enfoque asume que las publicaciones son un indicador fiable de la calidad de un profesor. Como resultado, muchos investigadores se enfocan en publicar como su principal tarea, a menudo descuidando otros aspectos de su labor que son considerados menos ‘productivos’, como la enseñanza, la divulgación y la transferencia de conocimientos.
Esta situación impacta especialmente a los investigadores más jóvenes, quienes en los inicios de su trayectoria se concentran en asegurar una posición que les otorgue estabilidad, lo cual irónicamente les permitiría dedicar tiempo a la enseñanza. Güemes menciona que es común ver a profesores en sus 45 años comenzar a disfrutar de actividades que habían abandonado, como practicar deporte, asistir al teatro o leer, tras haber pasado años bajo una intensa presión.
La carga de trabajo en la universidad a menudo resulta tan abrumadora que, al llegar el momento de impartir clases, muchos se sienten agotados. Sin una verdadera vocación, la docencia puede pasar a un segundo plano; en ocasiones, la meta es simplemente evitar hacer el ridículo frente a los estudiantes.
Un interrogante es por qué la enseñanza tiene menos relevancia que la investigación. Según Jorge Tuñón, profesor de la Universidad Carlos III de Madrid, esto se debe a la simplicidad de evaluar la investigación en contraste con la docencia. Pregunta: ¿Qué factores apreciamos en la enseñanza? ¿Es la cantidad de clases impartidas, que favorece a quienes tienen más experiencia? ¿O la opinión de los estudiantes? ¿Realmente tienen la capacidad de discernir la calidad entre diferentes clases?
El auge de los investigadores se sitúa entre los 25 y 35 años, un periodo en el cual aún no han consolidado sus carreras.
Los docentes son conscientes de que, en términos generales, las evaluaciones de su labor suelen recibir calificaciones bastante favorables. Esto facilita la obtención de los quinquenios docentes, a diferencia de los sexenios de investigación, que presentan más obstáculos. Este sistema, instaurado en 1989 y revisado al inicio del siglo XXI, ha otorgado mayor relevancia a las publicaciones, lo que según Delgado, conduce a que “lo que no sea rentable se deje de lado.” Como él explica, “la universidad otorga los quinquenios de docencia, y cuando la misma persona que te evalúa es también tu colega, es una situación en la que todos reciben el mismo trato: casi todos los obtienen, salvo algunas excepciones.” Por el contrario, los sexenios son revisados por una comisión autónoma que depende del Ministerio, donde “no hay trato igualitario, es todo lo opuesto.”
La búsqueda de la categoría de titular, la cual garantiza el estatus de funcionario, impulsa a los investigadores a ser más productivos. Según Tuñón, “en las universidades privadas o semiprivadas americanas saben que la máxima productividad de un investigador se da entre los 25 y los 45 años, ya que en ese periodo cuentan con más tiempo personal y sus trayectorias profesionales aún son más flexibles.” La tendencia a firmar contratos temporales fomenta esta productividad. Sin embargo, con el tiempo, esta dinámica hace que la producción de los investigadores más experimentados disminuya una vez alcanzada una estabilidad.
Además, la energía requerida para la investigación varía considerablemente según la edad: no es lo mismo investigar a los 30 que a los 60 años. En España, la media de edad de los profesores, según estadísticas sobre el personal universitario, es de 58,9 años para catedráticos y de 55,9 para funcionarios docentes. “Al conseguir la titularidad, ya sientes el cansancio,” señala Güemes. “La titularidad o cátedra brindan una sensación de calma: ya no es necesario dedicar tiempo a tareas administrativas o a acumular méritos superficiales, lo que permite que, al reducirse las obligaciones, se disponga de más tiempo para la docencia y la investigación.”
Un claro ejemplo de contradicciones en el ámbito académico es el caso de Güemes, quien con solo 45 años ya ejerce como vicedecano. Este rol típicamente se reserva para docentes con más experiencia, pero en realidad lo ocupan muchos profesores jóvenes que buscan mejorar su perfil profesional. “Es engañoso, ya que sumar este tipo de posiciones ayuda en el proceso de acreditación, por lo cual atrae la atención de los más inexpertos en las etapas iniciales de su carrera”, indica. “He obtenido mi acreditación de profesor titular, así que mi motivación para estas funciones ha disminuido”.
En las instituciones privadas, esta situación se vuelve aún más pronunciada, pues el enfoque principal recae en la enseñanza. “¿Cuál es la estrategia en las universidades privadas? Sobrecargar a los docentes con tareas de clase”, comenta Tuñón. “Esto dificulta notablemente la investigación, lo que limita su posibilidad de ascender a cargos superiores”. Esta problemática es menos común en las universidades públicas, lo que pone a estos educadores en una posición menos favorable.
Remediar un sistema que presenta fallas
La reciente reforma de la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y la Acreditación (Aneca) busca abordar este inconveniente al poner un mayor énfasis en la enseñanza y la gestión. Según lo expuesto por su directora, Pilar Paneque, en una entrevista para El Diario, el nuevo enfoque “por fin balancea las actividades de enseñanza e investigación, además de proponer una evaluación de la investigación, que ha sido un aspecto complicado”.
A través de esta última reforma, Aneca pretende reducir el tiempo que lleva alcanzar la estabilidad laboral.
La reforma está en sus etapas iniciales de ejecución, lo que hace que su impacto sea incierto. Su meta es dar mayor relevancia a aspectos como la gestión y la enseñanza, así como a actividades como la revisión de artículos académicos o la participación en jurados de tesis. Se espera que esta medida reduzca el tiempo que un profesor tarda en alcanzar la estabilidad laboral, actualmente alrededor de 45 años, y que este proceso se limite a unos seis años, extendiéndose a diez si se incluye la elaboración de la tesis.
Sin embargo, la cuestión fundamental sobre cómo valorar la enseñanza aún permanece sin respuesta. Delgado ha estado reflexionando durante años sobre métodos rigurosos para este propósito: “¿Preguntamos a los estudiantes? No es fácil, y como no lo es, lo descartamos”, comenta. Ni las encuestas, ni el tiempo que se dedica a la enseñanza, ni la evaluación por observación son completamente confiables, a diferencia del sistema de evaluación de la investigación, que aunque tiene sus problemas, resulta más accesible.
La situación en otras naciones europeas es comparable. En Países Bajos, de donde proviene Reynaers, se está dando un gran valor a la evaluación, buscando esta priorización sobre la enseñanza. En contraste, en los países de habla inglesa, se observa una tendencia inversa, con profesores dedicados predominantemente a la investigación o a una sola materia.
De no hacer algo al respecto, la función principal de la universidad podría verse comprometida, advierte Tuñón. “Las universidades, especialmente las públicas, deberían fomentar la enseñanza, ya que esto generará un impacto más significativo en la sociedad”, menciona. “A menudo, ignoramos el impacto de ciertas investigaciones, que solo son consumidas por quienes estamos en este ámbito, pero la mala formación de futuras generaciones de estudiantes puede tener consecuencias serias: educar adecuadamente a los futuros ciudadanos tiene un efecto multiplicador”.
Desde su establecimiento en el siglo XI, la universidad ha tenido como objetivo principal la formación de ciudadanos y profesionales. Aunque la investigación comenzó a ganar importancia en el siglo XIX, no fue considerada una función central, según Delgado. En las últimas décadas, el aumento desmedido de evaluaciones ha generado distorsiones que han afectado negativamente a todos los involucrados: estudiantes, docentes e investigadores. Todos se ven inmersos en una competencia interminable, similar a una rueda de hámster, donde se invierte mucho esfuerzo sin alcanzar logros significativos.
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