Es desconcertante cómo la lealtad a un equipo puede implicar respaldar todas las decisiones de su presidente y cómo un seguidor del Atlético podría ser indiferente ante las irregularidades de desarrollo urbano de una ciudad. Es notable el fervor y el ímpetu que surgen cuando se discute o escribe sobre el «colmillo» del Bernabéu, es decir, el apetito voraz que devora el vecindario de Chamartín, provocando estrés en los residentes debido al ruido, al tráfico de camiones y a la gran ola de espectadores.
Hace una semana, abordé este tema de convivencia en un artículo. Mis argumentos fueron rechazados no por su contenido, sino por mi afiliación al Atlético de Madrid. Mis interlocutores aprovecharon para recordarme las finales de Lisboa y Milán (¿?). Aparentemente, mi antimadridismo me descalificaba para hablar de temas urbanos, estéticos o sociológicos, como si no tuviera el criterio para cuestionar irregularidades de desarrollo.
No es que la polarización me tome por sorpresa, pero es difícil comprender por qué la devoción apasionada a un equipo implica apoyar todas las acciones de su presidente. Me refiero a la adoración y sumisión que demanda Florentino Pérez. Al parecer, criticar o analizar las anormalidades de un gran centro de entretenimiento en el corazón de una ciudad equivale a profanar el templo del madridismo. Sin embargo, conozco aficionados del Madrid–gente razonable–que se sienten incomodados o perplejos por el proyecto megalómano del nuevo Santiago Bernabéu. Qué pensarán los suscriptores de Madrid sobre el aumento de las tarifas de las entradas. O cómo se sienten ellos que las remodelaciones no hayan solucionado la incomodidad y la falta de espacio en los asientos. Es más, parece que el nuevo estadio tiene la necesidad de liberar espacio para las zonas VIP.
Lo que voy a plasmar aquí podría ser dicho, con ciertos detalles, por un fanático del Real Madrid, aunque dudo que pueda ser creado por un seguidor del Atlético de Madrid. Solemos ser tachados de envidiosos y resentidos, y parece que no tenemos voz acerca del cambio que el Real Madrid ha provocado en la arquitectura de la capital. Ya sea el gigante Bernabéu o el extravagante perfil del skyline al norte de la Castellana. Era su estrategia para incrementar el valor de las áreas limitadas que utilizaba la ciudad deportiva. Y todo esto a costa de la imagen y esencia de Madrid. Sería útil que los entusiastas del Madrid también se considerasen madrileños, no solo aquellos nacidos en la ciudad, sino aquellos que se preocupan por su prosperidad y equilibrio. «El Bernabéu es un problema de Madrid, no simplemente el reflejo del poder de un presidente o el espacio puro de un santuario sagrado» El Bernabéu es un problema de Madrid, no sólo la representación de la fuerza de un presidente o el área impoluta de un lugar santo. Y las cuatro torres destacan como un absurdo urbanístico, aun teniendo en cuenta que la operación inmobiliaria salvó las finanzas de un equipo. Siento la necesidad de aclarar que estuve en contra de la demolición del Calderón; y que el Metropolitano me parece, visto desde fuera, un estadio desagradable; y que mi amor por el Atleti no me impone la necesidad de estar acorde con las decisiones del presidente. Y no ha habido un presidente más dañino o depredador que Jesús Gil. También es importante mencionar que no necesito ser fanático del Rayo Vallecano para defender su estadio actual y resistir a la maligna operación política-inmobiliaria que busca desmantelar el Estadio de Vallecas.
Es notable el entusiasmo y la fervor que genera discutir y plasmar en palabras acerca del «gigante» de Bernabéu, es decir, la voraz molestia que consume el vecindario de Chamartín y que desata la irritabilidad de sus habitantes debido al ruido, al bullicio de los camiones y a la multitud masiva de espectadores como si fuera biblicamente proporcional.